E. PARDO BAZÁN e RICHARD WAGNER

FRASES E PENSAMENTO WAGNERIANO DE EMÍLIA PARDO BAZÁN (1851-1921)


A modo de apresentazón, convidamo-vos a disfrutar do traballo sonoro e literário que un artigo que a Condesa E. Pardo Bazán publicou en 1914, na revista La Nación de Buenos Aires. Dura case unha hora e intercala dito artigo sobre Parsifal con exemplo musicais. é un traballo excelente por parte de Radio Nacional Española. As citas expomo-las despois.


Tendes o enlace a este link desde Facebook (Asociazón Wagneriana da Galiza) na altura de 28 novembro de 2011: http: //www.rtve.es/alacarta/audios/escritores-en-el-archivo-de-rtve/emilia-pardo-bazan-wagner-parsifal/1091936  (ainda colgado nesta web na altura de 2015...)




Novo libro de RÍOS, Xosé-Carlos, LA HUELLA WAGNERIANA Y LA ÓPERA EN EMILIA PARDO BAZÁN. DEL TEATRO IMPERIAL DE VIENA AL TEATRO REAL DE MADRID, PASANDO POR CORUÑA (1873-1921), ed. Térculo e AWG, Coruña, 2013. 100pp. Prezo: 18 € (visitar a nosa seczón A TENDA DE CÓSIMA para o poder adquirir. Grazas).



APRESENTAZÓN DO LIBRO LA HUELLA WAGNERIANA Y LA ÓPERA EN E. PARDO BAZÁN. DEL TEATRO IMPERIAL DE VIENA AL TEATRO REAL DE MADRID, PASANDO POR CORUÑA (1873-1921).

Orde de contidos da apresentazón do libro La Huella wagneriana y la Ópera en E. Pardo Bazán (X. Carlos Ríos), Casa-Museu E. Pardo Bazán da Coruña, 14/I/2015.
1. Salutazón e agradecimentos.
2. Edizón da AWG.
3. Vicisitudes do tema a investigar EPB-WAG-ÓPERA.
4. Dous campos de investigazón. o explícito en EPB-WAG e o implícito en toda obra de EPB. Superioridade da insisténcia temática en Wagner que no resto da ópera comentada pola nosa autora (ver ítems do libro).
5. Ver a obra pardobazaniana (novela, relatos curtos, crónicas) desde o wagnerismo (singularidade). O eido da cultura alemá desde a España de finais do s. XIX e inícios do s. XX.
6. Descoberta (Lohengrin), admirazón ( A Valquíria) e éxtase (Parsifal): fragmentos de respectivas obras (Lohengrin, final acto I, final acto III In Fernem Land; Valquíria: despedida de Wotan a Brunilda, final acto III; Parsifal: escena final do acto III).
7. Insertar-se na Ópera (EPB) para descubrir Wagner: música, texto-libreto, lendas, personaxes, estética, Teatro, relixiosidade, escenografia, atrezzo, etc.
8. Conclusións (libro).

Artigo sobre a relazón artística E. Pardo Bazán-R. Wagner Xa saíu o artigo "EMILIA PARDO BAZÁN ANTE EL DRAMA MUSICAL DE RICHARD WAGNER. DESCUBRIMIENTO, ADMIRACIÓN Y PASIÓN (1873-1921)" pp. 155-212, de Xosé-Carlos Ríos, na revista LA TRIBUNA nº 9, 2012/2013 (edit. 2014), 

“Algunos, es cierto, estuvimos como en misa, y nos dejamos halagar deleitosamente el oído y la imaginación con el perfectísimo tercer acto de la segunda parte de la tetralogía; con la maravillosa cabalgada y la divinamente suave y misteriosa encantación del fuego, páginas que ellas solas bastan para diputar a Wagner por incomparable artista” (Ilustración Artística (IA), nº893, p. 90, 06/02/1899).

“¿Es necesario concentrarse para sentir la hermosura del fuego encantado, el brío marcial y terrible de la gritería walkyriana, las frases de acero de Brunilda, la melodía delicadísima y sugestiva del canto a la primavera? ¿No bastan los nervios, la imaginación, el oído? Creo que sí. Hay mucho de leyenda en esto de que sea preciso estudiar metafísica o matemáticas sublimes antes de comprender a Wagner. La suma belleza artística siempre es directa, fulminante, fuerte y poderosa. Se impone. ¡Y sostener que Wagner adormece! Lo que hace es despabilar. Una audición sentida de La Walkyria consume mucho fluído nervioso”. (IA, idem).

“Y así y todo es de esperar que Wagner triunfará en el “regio coliseo” como ha triunfado ya en los conciertos. Llegará a oírse la tetralogía como se oyen Lohengrin y Tannhäuser, y acaso, acaso, un empresario valiente, andando el tiempo, se atreve con Parsifal. Para entonces ya estaremos archiregenerados, nos habrán vuelto del revés, y formaremos parte de Europa. Parsifal será para nosotros un símbolo. Ya se sabe que Parsifal es el destinado a rescatar los pecados y los yerros de Amfortas, el que disipa las sombras y la tinieblas del mal, el que restaña la sangre de la eterna herida”. (IA, idem).

“...y sin embargo, la gran belleza wagneriana dejará residuos y memorias en el oído, en la fantasía, en el sistema nervioso de un pueblo menos ineducable que mal educado, artísticamente hablado; y poco a poco, se familiarizará con lo personajes de la leyenda renana, como se ha familiarizado con el Caballero del Cisne y la maga Ortruda”. (IA, nº897, p. 154, 06/03/1899).



“Traer a Madrid la obra titánica de Wagner, no se figurarán muchos que tiene que ver gran cosa con esa regeneración de que tanto nos hablan; pues desengáñense; la belleza es un regenerador poderoso. Algunos profesamos como dogma que todo lo bello es necesariamente bueno. Y los pueblos en que se ha cultivado la sacrosanta belleza, no han sido por cierto ni los menos heroicos ni los de menos gloriosos destinos (...). El arte es más necesario que el pan; el pan solo, seco, desabrido, ni gusta ni aprovecha. Venga esa gran corriente de poesía del Norte a inundar nuestras almas agostadas por la desconfianza y el dolor”. IA, nº 897, p. 154, 06/03/1899.

“Apenas estrenada La Walkyria ya se toman confianzas con ella. No hablemos del ridículo modo de vestir de la tiple, que sale de Sieglinda con corsé muy entallado y tacones Luis XV; pero el rayo de Wotan, que tronza la espada de Segismundo, ha sido suprimido por completo desde el primer día, y el descuido y negligencia son tales, que en la famosa cabalgada de la Walkyrias se ve cruzar las nubes a una guerrera con manto verde, y a los tres segundos, habiéndose mudado sin duda, aparece en escena con manto rojo”. (IA, nº 899, p. 186, 20/03/1899).

“¡El cuadro del Greco! –Como la música de Wagner, que a cada audición despierta y hiere nuevas fibras en nosotros, a cada visita, de año en año, me remueve más intensamente la sensibilidad, no sé si diga artística, porque ese cuadro pertenece a la esfera del super-arte y toca en lo sublime lo místico-. Es un cuadro de almas”. (IA, nº 927, p. 634, 02/10/1899).

“El año pasado se cantó en el Real La Walkyria en español, y recuerdo que, a pesar de la sublimidad de la partitura, el público sentía ganas de reír cuando alguna frase, por ejemplo esa de “Prepara el hidromiel” se destacaba sobre la música y resonaba secamente (...) Y los que escriban óperas, que escarmienten; que mediten bien el libreto. A veces, como decían nuestros padres, más cuesta el salmorejo que el conejo. Es lástima que el elemento musical se elabore con primor, con estudio y detenimiento, y el literario aparezca relegado, no a segunda, a décimoctava fila”. IA, nº 944, p. 74, 29/01/1900.

“Es posible que, según la teoría de Wagner, mi oído necesite, para penetrarse de la belleza de la música, el auxilio de la vista”. (IA, nº 1.293, p. 650, 08/10/1906).

“...lo que Ibsen y Wagner significan, damos a sospechar que pretendemos situarnos más arriba que el público, en regiones inaccesibles; en suma, que nos encumbramos desdeñando el vulgo. Y yo declaro que ni Ibsen ni Wagner me han parecido obscuros jamás, antes al contrario, expresivos y emocionantes en grado sumo”. (IA, nº 1.305, p. 2, 01/01/1907).

“A mí no me encanta toda la música que oigo, con lo cual, creo demostrar buen gusto, porque muchas de las piezas de concierto que escucha el público atentamente, son frías, lánguidas, poco o nada inspiradas, y se parecen a las poesías académicas en las cuales no es fácil señalar defectos, y sin embargo no llegan al alma ni causan emoción alguna (...). Es posible que, según la teoría de Wagner, mi oído necesite, para penetrarse de la belleza de la música, el auxilio de mi vista (...). En el templo todo os sugiere el misterioso estado de ánimo a que la música responde fielmente. Las altas columnas, el murmullo tenue de la muchedumbre que se agolpa en la nave, la semiobscuridad, el olor casi disipado del incienso, el parpadeo de los cirios en el altar de oro, sombrío, de antiguas coloraciones...constituyen una decoración del gusto de Wagner (el artista que mejor ha comprendido la estrecha, íntima relación de la mise en scene teatral y la mise en scene religiosa (...) Y así, un Stabat escuchado en la catedral de Sevilla será uno de los recuerdos artísticos más sinceros que me quedan”. (IA, nº 1.293, p. 650, 08/10/1906).

“...lo que Ibsen y Wagner significan, damos a sospechar que pretendemos situarnos más arriba que el público, en regiones inaccesibles; en suma, que nos encumbramos desdeñando al vulgo. Y yo declaro que ni Ibsen ni Wagner me han parecido obscuros jamás, antes al contrario, expresivos y emocionales en grado sumo”. (IA, nº 1.305, p. 2, 01/01/1907).

“...he leído con emoción pasajes altamente poéticos de los Vedas y del Korán. Tampoco es menester ser luterano para sentir hasta impresión religiosa con un salmo de Lutero, y en Hugonotes hemos saboreado y aplaudido estos salmos. Lo cual declaro para que no se crea que la novela de Tolstoy va envuelta en el juicio poco halagüeño que formo de la ópera. Además, la novela, tan hermosa como reconocemos que es, no sirve para libreto de ópera, ¡qué ha de servir! 
Los libretos de ópera necesitan ser dramáticos, antes que psicológicos. Hondas psicologías y extrañas formas de pensamiento religioso y humanitario, nunca darán un libreto de ópera que interese y que inspire. Y no son excepción de esta regla los magníficos libretos de Wagner. Llenos de simbolismo y de sentido tradicional, hay en ellos siempre mucho drama, mucho amor, mucha vida, mucha muerte, y ese elemento fantástico y sobrenatural, que tanto se presta a los esplendores del escenario”. (IA, nº 1.568, p. 46, 15/01/1912).

 “En Parsifal hay que considerar dos cosas: el poema y la partitura. Como siempre sucede en la obra de Wagner, el libreto está a la altura de la música. Para escribir estos libretos admirables, Wagner no ha empleado más que un procedimiento: no inventar; limitarse a aprovechar la tradición y la leyenda, desentrañando, con la poesía y la música, su oculto simbolismo. Para Wagner, como para Baudelaire, el mundo es una selva de símbolos, y voces misteriosas los murmuran, saliendo de los árboles centenarios de esa selva.
Recordad las obras del maestro. El barco fantasma es una conseja de hilanderas aldeanas, con la cual entretienen la velada, al amor de la lumbre. Tannhäuser, es una superstición popular, cuyo origen se remonta a los tiempos en que las tribus bárbaras recibieron el cristianismo: un templo dedicado a Venus, y convertido como muchos otros en santuario cristiano, lo cree el vulgo sencillo habitado por el antiguo ídolo, encarnado en el demonio de la sensualidad, Venus, que encanta en su cueva a uno de los minnesinger del certamen de la Wartburga. Las leyendas y los viejos poemas del Caballero del Cisne, dieron origen a Lohengrin. Otras fábulas del ciclo bretón crearon a Tristán e Iseo. La mitología germánica, los primitivos cultos tribales, confusos y grandiosos, los muertos dioses de las espesas selvas y montañas, Wotan, Freya, Thor, los Nibelungos, el período de los héroes, las Valkirias, fueron la tela sobre la cual está bordada la tetralogía. Y por último, en Parsifal, hizo Wagner algo más sencillo: tomó como fuente de inspiración los dogmas y los ritos de la Iglesia Católica: la Redención por la Sangre, la Eucaristía. Parsifal es una Misa; no cabe idea más humana ni más genial. (…) Nadie es más entusiasta del maestro que yo (…).
¡Ah, si Parsifal y sus nobles hermanas, las otras bellas creaciones de Wagner, pusiesen redimirnos del “Tápame, tápame…” y de la creciente manía taurómaca; o al menos redujesen estas plagas a sus justos límites, y al puesto secundario que debieran ocupar en la vida nacional! ¡Si la vacuna alemana contra la viruela de grosería y ferocidad nos librase del contagio!”. (IA, nº 1673, p. 62, 19/01/1914.

“Además de compositor es poeta Wagner. Casi es más grande como poeta, y si sus libretos los escribe otro, no tendrían esa profunda compenetración con la música. Pueden definirse así las óperas de Wagner: un todo, indivisible, de música y poesía.
A la larga, el poema decide la suerte de la música (…)
Pero no conozco asuntos ni libretos comparables a los de Wagner. Publicados sin música, como poemas, hubiesen logrado, para su autor, un lugar eminentísimo entre los vates alemanes. Hay dos cosas dignas de notarse en los poemas de Wagner: una, el carácter tradicional; otra, el modernísimo sentimiento. Uniendo el pasado al presente con lazos de oro, Wagner ha logrado quitar la evocación del ayer esa frialdad arqueológica, ese gris de telaraña, que la apartan de nosotros, y la aíslan de la vida actual. No hay gente más moderna y contemporánea, en cierto respecto, que Tristán, Iseo, el caballero Tannhäuser y el héroe Sigfrido (…).
Los problemas de nuestra conciencia están simbolizados en la infernal tradición del Venusberg, con la diablesa que pierde a los hombres, en el certamen de la Wortburga, en la figura célica de Santa Isabel, y surge de esta evocación el poema del pecado y del arrepentimiento, el milagro y el perdón. Lohengrin, cuya idea es el misterio, representa la caballería, fruto de las cruzadas y del catolicismo. Elsa es una figura angélica, digna de un vitral.
Y si en la tetralogía, tan profundamente mística, tan germana y a la vez tan primitiva, tan enlazada con los orígenes de las razas y de los pueblos, no asoma sino como consecuencia del ocaso de los dioses la suposición del advenimiento del cristianismo, en Parsifal son el cristianismo y el catolicismo los que culminan, sobre todo el catolicismo, con sus dogma formidable y soberano de la Eucaristía, abismo de la gracia, en que la mente se confunde, y el corazón se eleva y magnifica.
¿Qué es Parsifal? Una misa; un holocausto. Es el triunfo del dogma de amor sobre el infierno, sobre el pecado, sobre las pasiones. Con acierto singular (…), con intuición de artista, Wagner ha presentado contra la redención por la sangre divina contenida en el Grial, los ardides del mago Klingsor. Porque, en efecto, la mayor parte de las viejas religiones no eran más que ritos mágicos (…) Y sobre este tema, escribió Wagner la música más estremecedora de belleza: esa página que transporta a todos los públicos y que se llama la Consagración del Grial (…)
Hoy, el público madrileño empieza a ser uno de los más adictos a Wagner. Algunos señoritos siguen encontrando que todo aquello es “una lata”; pero ya sienten rubor en decirlo alto. Lo murmuran tímidamente, entre dientes, un tanto abochornados de su opinión”. (IA, nº 1.721, p. 830, 21/12/1914).


_________________________________________________________________


Unha conferéncia de Emília Pardo Bazán sobre Wagner en Lugo, nun 5 de outubro de 1906, nas Festas de San Froilán...
(Discurso de Emilia Pardo Bazán nas festas do San Froilán, ano 1906)
(Discurso íntegro de Emilia Pardo Bazán nas festas do San Froilán, ano 1906)
En plena resaca do San Froilán, festas patronais de Lugo, trasladámonos o ano 1906, no que a escritora herculina Emilia Pardo Bazán participa da festividade.
Os acontecementos:
O día 4 de outubro Emilia Pardo Bazán chega á estación ferroviaria de Lugo acompañada da súa filla Carme. Aló topa con personalidades varias.
O día 5 de outubro, o día grande, a mantedora das festas patronais le a súa conferencia no Certame de Composición musical, despois de asistir a actos protocolarios diversos.
Conferencia na que defende a música de R. Wagner.
Iníciase o acto cunha interpretación sinfónica da Banda Municipal.
Despois de coñecidos os nomes dos compositores premiados, Emilia Pardo Bazán procede á lectura da conferencia.
Na mañá do día 6 de outubro a herculina visita a catedral, a Casa do Concello, preside o banquete, visita o Pazo da Deputación e realiza unha excursión ás ribeiras do Miño; finaliza a súa andaina no Círculo das Artes. O Teatro Circo organiza unha función de gala á escritora. O día 7 Pardo Bazán asiste á misa na capela de Nosa Señora dos Ollos Grandes , pasea entre os paisanos lugueses e asiste o Certame de Orfeóns .
Para profundar na presenza de Pardo Bazán na festividade do San Froilán no ano 1906 recomendamos as seguintes lecturas:
Artigo publicado polo xornal “El Regional, Diario de Lugo” o día 8 de outubro; fai eco do discurso da mantedora e da súa presenza na cidade durante o San Froilán do ano 1906. Obra publicada por Javier Serrano Alonso “Emilia Pardo Bazán en Lugo (San Froilán, 1906)”, ano 2004.
 DISCURSO:
EL CERTAMEN DE COMPOSICIÓN MUSICAL. DISCURSO DE DOÑA EMILIA PARDO BAZÁN

(El Regional, 8-X-1906, Lugo).

"Señoras y señores:

No es fácil ser generoso a medias, ni el que ejerce la generosidad se exime de haber contraído, por decirlo así, un vicio noble. De esta ciudad de Lugo procedió para mí la más señalada y nueva distinción y merced que puede esperar un artista hacia y antes del fin de su jornada mortal; pero con ser tan gran e inmerecida la distinción, no quiso la bizarra ciudad que fuese única, y hoy me llama para que me asocie a sus regocijos y a sus fiestas de la belleza y del arte.
Me obliga doblemente el reconocimiento, por lo mismo que esta ciudad no ha sido, entre las de Galicia, de las que en mis novelas, cuentos y crónicas me fue dado estudiar en su ambiente y costumbres. Situada al paso para la corte, la certidumbre de poder detenerse aquí cuando lo pida la voluntad, hace tal vez que Lugo sea menos visitada y celebrada como ciudad monumental y pintoresca de lo que merecen su claro abolengo y su paisaje poético, repuesto, genuinamente regional. No me creáis, sin embargo, tan descuidada y distraída que no haya contemplado reiteradamente vuestros tradicionales muros, vuestros mosaicos de la más pura latinidad; que no me haya sentado a ver correr sosegada y leda el agua misteriosa del Miño. Ahora que me encuentro aquí, vienen a mi memoria reminiscencias de horas pasadas dentro del recinto de la muralla formidable, desde las primeras, en la niñez hasta las ya no recientes, en la grave compañía y el hospedaje franco y cortés del hijo de San Francisco de Asís que fue obispo de esta sede y a quien no habréis olvidado. De jornada para Madrid o el extranjero, en días de invierno en que la nieve envolvía el paisaje y borraba el contorno de los edificios, deteníame algunas horas, experimentando impresiones de recogimiento y melancolía cristiana; saboreando el beleño que escancian las ciudades impregnadas de recuerdos, amortajadas en el heráldico paño descolorido de su pasado esplendor; impresiones parecidas a las de Santiago de Compostela, Salamanca, Brujas la muerta y Nuremberg, y que cuento entre las más estéticas.
No duerme así y todo mi juicio el narcótico que absorbí tan gustosamente, y comprendo que la poesía y el romanticismo de una ciudad deberían, si necesario fuese, sacrificarse en aras de su renacimiento en la comunión activa y vigorosa de la vida moderna, en la cual hierven intereses y lozanean iniciativas que hacen a los pueblos prósperos y envidiados.
Como otras ciudades también linajudas, timbradas de blasones y arrogantes de cimera, Lugo sacudirá la modorra secular, y dentro de las condiciones de su topografía y los recursos de su territorio, acometerá las empresas del trabajo y organizará las solemnidades que son estímulo de la gloria, como este Certamen que me cabe el honor de mantener.
Colectivamente, no hay modo de sustraerse a la corriente de los tiempos. Sólo el individuo, en su aislamiento, es dueño de cultivar esa flor de sombríos pétalos que se llama el amor del pasado. Confieso que el cultivarla sería mi inclinación, y sírvame de excusa que el presente no es ni tan hermoso ni tan triunfal como desearíamos los nacidos en esta patria; pero, si alguna esperanza quedase de mejorar sus destinos, sería el que todos colaborásemos, dentro de nuestra época, en obra alta y desinteresada, en la inmensa tarea de recobrar el tiempo perdido durante un siglo entero de retraimiento y atraso.
Y ya, a pesar de obstáculos y rémoras, a pesar de fatalidades que se dirían inherentes a la raza, y estrechamente moldeadas en su historia, percibimos ciertos soplos vitales, advertimos estremecimientos nerviosos del organismo español; no tantos como quisiéramos, bastantes, sin embargo, para sostener la sagrada ilusión que no debemos perder nunca. Tengo por uno de estos síntomas favorables, el que dentro de horas en realidad breves, y para vuestra impaciente simpatía largas, La Coruña venga hacia vosotros, impulsada por el movimiento de aproximación que hoy se deja sentir en todos los pueblos y en todas las nacionalidades. En la crítica hora actual, de peligro para el Estado constituido por la reconquista, zurcido, según frase memorable, por reyes ilustres que integraron a una nación, nosotros, viendo que es bueno que dure lo que Isabel y Fernando fundaron o zurcieron, estamos obligados a desechar particularismos y localismos, a añadir al glorioso zurcido nuestra hebra, a aproximarnos y reconocernos unos, cuando tantos embates e insidias pretenden desmembrarnos.
Distingue a la edad presente esta tendencia de traslación y aproximación que señalo: los pueblos y las gentes no quieren permanecer estadizos ni en hosco apartamiento; las murallas antiguas de piedra se conservan con respeto profundo, y al par que se derriban con júbilo las que moralmente separan a los humanos. Signo de inferioridad es el emparedamiento de China y Turquía, y mientras los dos caducos pueblos echan cerrojos a sus puertas, Europa y América se aproximan. A cada paso presenciamos cariñosas demostraciones y visitas de reyes o presidentes de república en quienes victoreamos a la colectividad que representan; arribadas de buques extranjeros a cuya oficialidad se festeja desatadamente; misiones de periodistas, de obreros, de astrónomos, recibidos en palmas -y a veces vemos a un pobre turista, un globe trotter sin más mérito que haber roto varios pares de zapatos en poco tiempo, acogido con extremos de benevolencia, porque significa lo que tanto hemos llegado a estimar: el hombre que se acerca a sus semejantes-. A pesar de las guerras, al parecer inextinguibles; a pesar del eter no conflicto de intereses de la lucha económica, la corriente de aproximación es cada día más arrolladora y fuerte; así como el siglo decimonono fue llamado el de las luces, el vigésimo podrá llamarse el de la universal simpatía.
Y al reconocerlo, como de la mano vengo al asunto obligado de esta disertación: a tratar de música.
Hace tiempo que deseo vindicarme rechazando una acusación bajo cuyo peso me hallo abrumada, y aprovecho la buena coyuntura que se me ofrece de restaurar mi crédito. Un rumor, propalado sin duda por la compacta falange de mis consecuentes enemigos, que son como el diablo, que todo lo añasga, me supone sorda en estética, o sea indiferente a la belleza del arte musical; y si no me atribuye la paternidad del dicho de Enrique IV, que calificaba a la música un ruido más caro que los otros, me creo al menos capaz de adherirme a la opinión del buen rey. Espero demostrar ahora que no llego a extremos tales; espero persuadir a mis oyentes de que, si me falta competencia, no me falta buen sentido; y, a la vez, voy a tratar de considerar la difusión del arte musical en nuestros días como vehículo de la aproximación de pueblos y gentes, de esa fraternidad nacional e internacional, peculiar de este momento de la evolución humana.
La elemental noción de que para aproximarse hay que entenderse, ha producido los conatos de producción de una lengua universal, cómoda de aprender, que reduzca a una sola las álgebras de los idiomas distintos, y ha determinado las compañas propagandistas del volapük y del esperanto. Sin entrar a discutir la utilidad práctica de estos idiomas artificiales, sospechosos a los filólogos y a los literatos, séame permitido fiar más en otro lenguaje, comprensible para cuantos moran sobre la faz del planeta, sino por sus signos en el papel por sus resonancias en el aire; séame permitido fiar en la música, de suyo viajera, la menos adherida al suelo de todas las artes.
Ahí tenéis, por ejemplo, a la arquitectura: sujeta por la gravedad con cadenas de plomo, dijérase que su oficio es revelar al hombre de una comarca cuanto se diferencia de otra; al hombre de una época, cuanto ha variado el ideal desde épocas anteriores.
No tan enclavados el lienzo y la estatua, los reserva sin embargo de la admiración universal la celosa custodia de sus dueños, sean Estados o particulares, y la fijeza y quietud que necesitan para evitar la destrucción. La misma literatura, comunicativa por naturaleza, el verbo alado y gozoso, no se defiende, no ejercita acción unificadora que con la de la música pueda compararse. Tropieza la literatura, no ya sólo con las alevosías de los traductores, sino con algo doblemente esencial e interior: con lo que se conoce por ambiente propio de la obra literaria, sin el cual sería válida abstracción. Pensad en el escritor más penetrado de la idea de simpatía universal, un escritor esencialmente humano: será en la actualidad, creo no equivocarme, el conde León Tolstoy.
Pues bien, como ese escritor que no reconoce fronteras y que no quiere ser de su pueblo y de su raza, es al mismo tiempo un excelso artista, nadie, mal que le pese, tan ruso como él, nadie tan genuinamente ruso, ¡y sus tentativas de acercarse al alma de los demás hombres y penetrarla y derretirse en ella con amoroso arranque de altruismo se estrellará, siempre en la compacta valla de tierra natal alzada entre ese eslavo y los europeos que nacieron en otras tierras!
No es caso fortuito que el período más brillante del arte musical coincida con el incremento de las ideas de aproximación entre pueblos y razas. El lenguaje de la notación musical que los griegos usaron por primera vez sirviéndose de letras, es el único que posee la universalidad; el solo cuyo fonético no modifican las latitudes; el solo que todos comprenden, pues no la razón, sino el sentimiento y los sentidos, se encargan de interpretarlo. El sueño de la fraternidad, la quimera del amor entre los humanos, el bello mito de la futura edad de oro, murmuran sus seductoras encantaciones por medio de la música, «el arte redentor».
Otra particularidad que confirma este aserto, es el hecho de que la música es la única de las bellas artes en que podemos advertir un desarrollo uniformemente progresivo hasta llegar a la actual plenitud. Las otras artes nacen adultas. Ni el Partenón será superado por ningún arquitecto contemporáneo, ni un escultor de nuestro días le pondrá a Fidias la ceniza en la frente, ni el grito de pasión de Safo de Lesbos resonará más vehemente en un lírico de hoy. En la música es admirable lo gradual del progreso. Obsérvese que existió música desde períodos que no alumbra la lámpara de la historia.
Apenas hay monumento que no conserve numerosos testimonios de esta arte, así los sepulcros egipcios, como las colosales construcciones asirias; conocemos pueblos y tribus sin literatura; no los conocemos sin música. En los orígenes de las civilizaciones, los héroes iniciadores, y los semidioses, Pan y Apolo, son músicos. Sin embargo, los vestigios y atisbos que restan de la música antigua no han convencido a los que buscan con ahínco la verdad, de que la música de los griegos fuese tolerable para nuestros oídos, si consiguiésemos reconstituirla y escucharla. Laboriosamente, bajo el impulso renovador del cristianismo, que derramó su esencia en el aire con el gemido del órgano y el tañido de la campana, instrumentos conocidos antes de Cristo, pero que en Cristo se adaptaron al nuevo sentir de la humanidad: la música empezó a romper su capullo.
Los grandes padres de la Iglesia, los filósofos, San Ambrosio, San Gregorio, Boecio, San Agustín, San Isidoro de Sevilla, enterraron la lira helénica y la flauta frigia, reconciliándolas en la muerte. La ley se cumplía: la invasión de un sentimiento general buscaba en la música su expresión y su forma; y cuando de ese sentimiento ya triunfante nace otro, cuando la humildad cristiana cede el paso al ideal caballeresco y heroico, vemos nuevamente enlazadas a la música y la poesía, en los trovadores y juglares, que acompañan sus canciones de gesta y sus serventesios con el clásico laúd, traído de Oriente por los cruzados. En el juglar se funden el cantor y el dezidor, el compositor y el ejecutante; en el trovador se esconde el peregrino, el músico errante, hermano de las golondrinas emigradoras.
Ligeros como aves, iban de castillo en castillo, implantando la costumbre de unir la música a todos los festejos, y exclaustrándola del recinto de los templos al aire y a la alegría de los largos caminos, y de las tinieblas de la edad aún semibárbara a la aurora del resurgimiento artístico, que resplandece en la nimbada frente de un entusiasta tañedor y trovador, San Francisco de Asís. La divulgación de la música da origen a misterios y dramas musicales, precursores de la ópera moderna; y bajo el Renacimiento, se acentúa el carácter internacional de la música, pues los maestros viajan sin cesar, las naciones se los prestan; y la Roma de los pontífices, constante en su artística misión, cobija a Palestrina [sic] bajo las bóvedas de San Pedro y funda su incomparable escuela de canto y música religiosa.
Es hora de que lo observemos: hablar de música en cierto modo, es hablar de religión. Más allá del severo canto gregoriano, el alma humana entrevió horizontes ilimitados, mundos de esperanza, de dolor, de amor, de piedad, que el cristianismo descubrió para ellos, y que la música iba a expresar. No es hecho histórico de los menos conocidos el papel de la música en las disensiones religiosas de la Reforma; nadie desconoce los célebres salmos de Lutero; pero si un fraile que fue católico quiso vincular la música a la heterodoxia, veremos con el tiempo, en el cenit del arte, a un protestante, a Ricardo Wagner, restituyendo al catolicismo la suprema gloria musical.
Por algo los imagineros de las catedrales y los celestes pintores de tablas góticas, los Memling, los Wan Eyck, han poblado de orquestas de ángeles los paineles de sus trípticos y los tímpanos de sus portadas. Sentían que hay un elemento inefable, de beatitud ultraterrestre, en la idea de la música, y que, según dice e insinúa el contemplativo Fray Luis, al alzarse el acordado sonido, el aire se serena y se viste de la no usada luz y hermosura de la aspiración infinita. Si la música revela, como se asegura, la esencia íntima del mundo hace presentir la del cielo.
No pretendo afirmar que el progreso musical haya sido matemático, ni cabría que así fuese.
Cuando la ópera invade la iglesia, vienen aquellas afeminaciones y aquellas modulaciones de tararira, censuradas enérgicamente por nuestro Feijóo. En el amaneramiento del siglo XVIII aparece ese ser a quien un inteligente escritor llama «peligroso e insípido para el arte», y que sólo los diletantes admiran: el virtuoso o dígase el ejecutante por la ejecución misma, insigne bordador en abalorio.
Calificativos más duros se aplican a los virtuosos que es difícil ni aun indicar; pero sorteando el escollo de la alusión a lo extremo de la virtuosidad vocal, ultrajadora de la naturaleza, diré que la virtuosidad es a la música lo que ciertas composiciones sin un defecto a la poesía: momias de arte, envueltas en las tirajas de lienzo que oprimen su forma y la conservan sepulcralmente.
A vueltas de pasajeros decadentismos y barroquismos, la música seguía ascendiendo. Los predecesores de Wagner surgían en compacta legión. Talla de colosos medían ya Haendel, el de los sublimes oratorios, Bach el de los perfectos motetes, Haydn el padre de la moderna orquestación, Gluck que todavía hoy nos hace llorar por Eurídice, Mozart el único niño prodigioso que tolero, porque cuando hombre fue también prodigioso, y la pléyade sideral de Weber, Mendelsohn, Schubert, Schumann y Beethoven.
Hay quien cree que en este milagroso sordo culmina el genio musical de todas las edades: yo no me atrevo a expresar sino lo que a cada cual es lícito, la personal preferencia; y de la mía es dueño el autor de Parsifal, si bien reconozco el valor del tesoro de tristezas, ensueños, inquietudes y amarguras que guarda Beethoven, alma de poeta si las hubo, no menos poeta que Wagner, y que, no contado entre los músicos románticos, encierra ya la mayor suma de romanticismo bajo las apariencias de clásica perfección. Del dolorido genio de Beethoven pudo decirse lo que de sí propio suspiró Heine: «Mi corazón es como el mar, tiene amargores y tormentos, pero escrútalo, que también en su fondo encontrarás perlas muy hermosas».
No pretendo renovar la eterna discusión entre los partidarios de la música alemana y los de la italiana: es evidente que los últimos van de vencida y acaso hoy se exagera la reacción contra la música fácil y la melodía breve. Sólo diré que esos italianos, populares y desdeñados a un tiempo -Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi-, han contribuido poderosamente a la difusión entre naciones del lenguaje universal de la música; ellos la democratizaron, la llevaron a las plazuelas, a las barberías, al caliginoso recinto del café, al concierto casero, al reducido escenario del teatro de provincias: desde el punto de vista del arte puro no son méritos los que voy recontando, pero lo son en el sentido auxiliar de la comunicación y aproximación hermana, y la justicia obliga a añadir que la vulgarización da de los temas de su música ha perjudicado y desprestigiado a los maestros italianos, sobrevino a veces, y con la cantamurria del organillo y el tecleo burgués del pianoforte, la belleza real de la espontaneidad, la frescura y riqueza melódica de partituras que fueron delicia de nuestros padres y que hoy inhumanamente despreciamos, en especial desde que el mago de Bayreuth nos ha dado a beber el filtro. Filtro sutil y poderoso como el que bebieron Yseo y Tristán; filtro que se ha incorporado a la sangre de nuestras venas, y cuyo mágico hechizo nos subyuga.
He leído y escuchado implacables diatribas contra Wagner; la cólera y el furor de sus impugnadores sólo pueden compararse al culto, a la adoración de sus fieles. No acabaría nunca si reseñara sólo a la ligera las lucha que Wagner tuvo que sostener y los ataques airados que hubo de sufrir. Acaso esto sea signo de vitalidad y de grandeza; todavía hoy, la conquista cosmopolita de Wagner encuentra obstáculos y suscita negaciones. No olvidaré el aspecto del foyer del Teatro Real de Madrid, la noche del estreno de La Valkiria, terminada la ópera. De aquella muchedumbre sarpullida de diamantes, envuelta en rasos y pieles delicadas, al ojal la gardenia y al tobillo la media de seda transparente, partían frases inconcebibles, concretando, secas y brutales, la incomprensión artística absoluta. A la escasa minoría que defendíamos a Wagner nos acusaban de no sé qué singular afectación, como si nos propusiésemos aparecer más inteligentes que el resto de los mortales. No era aquello la sátira, al través de la cual la admiración se trasluce; no era el fischio del diablo envidioso de Dios; era algo peor; la negación cerrada, por obtusidad del sentido. ¿Qué contestar en casos así? Me ha demostrado la experiencia cuan vana tarea es la de querer imponer nuestras admiraciones, si el tiempo no colabora con nosotros. El tiempo, esa abstracción omnipotente, va corriendo para la obra de Wagner en España, como corrió en Alemania, donde el maestro no podía vivir, y en Francia, donde le patearon.
Si consideramos en Wagner, sólo al compositor, no veremos sino una vertiente de la montaña enorme de su genio. Wagner ha sido tan gran poeta, tan gran teórico, y hasta tan gran escenógrafo, como compositor de música.
No es indiscutible su teoría, ni conozco alguna que lo sea; pero encierra puntos de vista luminosos y asombrosas enseñanzas, teniendo Wagner derecho a decir arrogantemente, como don Juan Tenorio:

Y lo que él aquí escribió, mantenido está por él,     
            
Ya que el sistema expuesto se ha demostrado y desarrollado en obras (no digo óperas, el maestro protestaría) que se llaman Lohengrin, Tannhauser, la tetralogía del Anillo del Nibelungo, Tristan e Yseo, Los maestros cantores y Parsifal. Por más que la GENTE REUNIDA -no me atrevo a decir LA PATULEA- acribille a donaires y burlas la música filosófica y la música sabia, no reconocemos que sea preferible aplicar las facultades musicales de un Beethoven o un Meyerbeer a libretos ineptos como Fidelio o Dinorah, que a poemas donde se agota el contenido de las más altas aspiraciones, los problemas más hondos y humanos, las efusiones, elevaciones y postraciones más inefables de nuestro espíritu. No reconoceremos que anduviesen mejor separadas la poesía dramática y la música, que unidas, por primera vez, en el drama musical de Wagner.
Lo que Goëthe realizó en su Fausto, la encarnación del símbolo y la leyenda, el mito y la tradición, en la obra de arte poética, lo cumplió Wagner en la música. Cuentan los biógrafos de Wagner, y por ello le increpan sus censores, que el autor de Parsifal tardó en fijar su vocación, y que fluctuó entre dedicarse a autor dramático, a pintor o a compositor.
Esta incertidumbre, que es prueba de inutilidad en los fracasos, en Wagner demuestra la complejidad y riqueza maravillosa de una organización artística que me siento inclinada a llamar de superhombre. Y la riqueza y complejidad de Wagner, han hecho que ya en las óperas de los demás compositores, por ilustres que ellos sean, por mucho que halaguen el oído, el público, instintivamente, murmure y perciba que algo falta. Ese algo que el público no acierta a definir, es la unión perfecta y total de la poesía y de la música, del vidente que evoca la escena y los personajes, y el compositor que evoca lo invisible, lo interior humano y sobrehumano. En suma, Wagner mata y entierra a cuantos intentan rivalizar con él.
Divulgada la idea de que el arte de Wagner es enrevesado y oscuro, y para entenderlo hay que estudar no sé cuántas ciencias, quizás sorprenda a los impenitentes, siempre numerosos, si digo que, a mi parecer, Wagner ha llegado a la sublimidad por el camino seguro de la extrema sencillez, por la línea recta, y que sus temas y asuntos más hondos y significativos, como los de Tannhausser y los de Parsifal, son, o deben ser familiarísimos en todo país cristiano, y señaladamente en países católicos, ya que se fundan... ¿en qué diréis? En el pecado, en el arrepentimiento, en la penitencia, en la comunión... y en el Santo Sacrificio de la Misa.- Por eso he afirmado antes que hablar de música, y debí especificar de música wagneriana, es hablar de religión, y de teología, y de mística.
Ved aquí demostrado por Wagner, como lo que diariamente nutre y sustenta nuestras glorias, nutre también la raíz vividora del arte. Oímos repetir que un libro de Cervantes mató la andante caballería; oímos asegurar que ha volado a los palomares del nido la paloma de la fe. Y el artista acaso más grande, y si no me concedéis que lo sea, siquiera el más innovador, del siglo XIX, Guillermo Ricardo Wagner, vuelve a encontrarnos con la figura ideal del paladín del Cisne, vuelve a embrujarnos con la consejas caballerescas del ciclo del rey Artus, y de los Pares de la Tabla Redonda, nos retrae a la Pasión del mártir crucificado, renueva en nuestro costado la herida y el dulce dolor de la Sacra Lanza, y confesamos, que, a semejanza de un personaje de Parsifal, aquel viejo Titurel sepultado pero vivo y que renacía cada vez que el Grial era consagrado, la fe sigue respirando dentro de su sepulcro, y que al serle permitido contemplar la copa, donde brilla con destellos de rubí la divina Sangre, se reanima y sale de la tumba.
No necesita el genio perderse en abstrusas laberínticas concepciones: lo que forma la tela íntima del alma del hombre, le basta para llegar a las cimas supremas. El amor, la muerte, la compasión, la tentación, la contrición, el heroísmo, la lucha y victoria del hombre sobre las fuerzas ciegas de la naturaleza, tales con los motivos de Wagner, y si no existen ideas más grandiosas, tampoco las hay más generales, naturales y accesibles. Lo mismo que la religión católica encerró el simbolismo y la realidad de la redención en la misa, que todos los fieles pueden oír y aprovechar, Wagner comunicó los arcanos del pensamiento filosófico y teológico y del misticismo trascendental por medio de la música y de la poesía, así en las creaciones wagnerianas (me refiero a las de la nombrada segunda época) no experimentamos la sensación que causan otras obras líricas, de que todo aquello es teatral y fingido; y si escuchamos con recogimiento, acabamos por consentir la emoción humana o mística que llena la partitura -al menos sus fragmentos inspirados, pues yo me adelanto a decir que Wagner en cuanto músico es desigual, y que la inspiración no siempre le acude. Cierto que, si en todas sus páginas musicales estuviese a la altura del Canto a la primavera, de la Cabalgata de las walkirias, de la Encantación del fuego o de la Consagración del Grial, sería preciso relegar al olvido las hipérboles admirativas usadas hasta hoy, inventando para él otras desconocidas e inauditas.
Mil veces me he preguntado, con la ansiosa curiosidad espiritual que infunden los enigmas de la biografía de los genios, como pudo no ser católico Wagner, el hombre que concibió el poema y la música de Parsifal, y el que, antes de crear tal portento, ya era católico en estética, en su concepción del arte musical auxiliado por toda la pompa, magnificencia y majestad del decorado (iba a decir del culto), concepción tan opuesta al sello de frialdad y desnudez que las confesiones protestantes han impreso a sus templos más suntuosos. Parsifal no es sólo una obra católica: se le ha podido llamar, y no sin fundamento, la apoteosis musical del catolicismo. Nunca el misterio amoroso del cuerpo y de la sangre inflamó la mente de ningún artista con más férvido y ardiente transporte creador; y es preciso acordarse del poeta San Juan de La Cruz, del pintor Wan Eyck en su tabla del Cordero Místico, el Beato Angélico en sus Anunciaciones, para encontrar, dentro del arte, algo semejante a Parsifal, en unción casi extática, en realidad de sentimiento y en emoción, ternura y piedad.
No debe extrañarnos que un persuadido, un sincero católico, el ilustrado catalán Miguel Doménech, al consagrar a Parsifal detenido estudio, declare que esta obra la co ncibió Wagner nada menos que bajo la inspiración del Espíritu Santo -(lo mismo se dijo de la Imitación de Cristo, para resolver la disputa acerca de su ignorado autor)- añadiendo, respecto a Parsifal, que su aparición constituye, más allá del arte, un auténtico milagro, y que Wagner, intérprete esta vez de la voluntad celestial, no llegó a saber nunca lo que Parsifal significa, ni conoció la trascendencia de su propia obra. Y no dejan de hacer fuerza los argumentos en que apoya Doménech esta tesis, de la inconsciencia de Wagner, a quien considera ciego instrumento en manos de la alta Voluntad, encargado de destruir impías afirmaciones semejantes a la del filósofo Hartman, que da por muerta a la religión, porque ya no inspira obras de arte. Sin ir tan allá como Doménech, ni ver en Parsifal una profecía, ciertamente tengo a esa ópera, que con gran pena mía no conozco aun sino por fragmentos, en concepto de una maravilla, y encuentro que hubiese sido bien natural que el autor, al crearla, llorase las lágrimas de contrición que lloraba San Agustín, semiconvertido ya, al escuchar otra música seguramente no tan inefable como el Preludio o la Consagración. Porque, en el escaso tiempo que he podido dedicar a adquirir un conocimiento, sobrado insuficiente, de la labor artística y de los escritos de Wagner, me ha parecido notar que toda su teoría y toda su acción artísticas tienen por eje el sentimiento religioso. No es sólo un Parsifal, aun cuando en Parsifal sea por modo eminente, donde las más bellas páginas de Wagner trascienden a música de iglesia, y a música de ángeles: esa vena limpia, dolorosa, patética y profunda corre en Lohengrin, en Tannhausser, y hasta en Tristán e Iseo y El anillo de los Nibelungos.
El sentimiento religioso -conviene recordarlo para persuadirse de que en Wagner todo es religiosidad,- no se expresa solamente con el arrobo y el éxtasis, con el himno de serafines de los caballeros del Grial al elevar el oficiante la copa simbólica: también proceden directamente del sentimiento religioso las angustias y torturas del alma humana luchando con el remordimiento, y revolviéndose adolorada, entre el cieno del pecado, y en tal sentido Tanhausser y aun Tristán e Iseo no tienen nada que envidiar a Parsifal en cuanto obra sacra.
De esto sigue que Wagner tiene clara conciencia, y por eso dejó escrito que toda obra de arte es «religión presentada en forma viviente». Y en el conjunto de la creación wagneriana, elevándola y caldeándola, circula el hálito de fuego de la contemplación mística, y al penetrarnos de semejante creación, penetramos con el propio maestro y en frase también suya, en «las sagradas arcanidades del hombre interior; donde la verdadera religión tiene su base». A este luminoso abismo del alma nos conduce Wagner por la virtud del arte, por la magia de las formas sensibles, por el goce tan puro de la poesía, la música y la mímica, o como dice él, la danza, fundidas en un solo rayo de belleza.
Impulsos siento de pedir excusas por haber tocado aquí puntos que, además de ser delicados, no son de los que tienen el privilegio de encontrar unánime el auditorio. Valga para disculparme el que, hablando de arte musical, yo, que sin poder evitarlo soy refractaria o indiferente a varias manifestaciones de este arte, debí referirme a las que verdaderamente me llegan al corazón.
Todavía no me permite la índole de mi discurso prescindir de dedicar algunos párrafos, por despedida, a un aspecto del arte musical infinitamente interesante, largo tiempo menospreciado o desconocido, en nuestro siglo rehabilitado, amado y sentido, y en el cual se encarna también actualmente el ansia de aproximación y el derroche de simpatía fraternal de los pueblos modernos: ya se adivina que aludo a la música popular.
¿Ni cómo sería posible pasar al lado de ese lago azul -en cuyo fondo resuenan las campanas de las ciudades sumergidas-, sin pensar que acaso la música peculiar de cada pueblo contiene, de una parte lo íntimo del ser de ese pueblo, y de otra parte los gérmenes de otra música más rica, acabada y perfecta que las edades venideras han de producir?
En las obras escogidas de los maestros compositores, brotan fresquísimos y deliciosos temas de origen popular, embalsamados con el olor de la primavera y de la campiña, rientes o plañideros, pero siempre rebosantes de esa vida ingenua e inimitable que posee lo que el pueblo crea sin estudio.
Entre sus intuiciones de zahorí, tuvo Wagner la del inmenso valor artístico de la ingenuidad y la sencillez, y comprendió que el gran artista moderno necesita ponerse en contacto con el alma popular, antigua, arcaica, candorosa y eternamente juvenil, o por mejor decir infantil, pues en efecto quien no sea como los niños no entrará en el reino del arte.
Con retazos de viejas sagas o canciones escandinavas, con leyendas y cuentos que balbucean las nodrizas, con el devaneo de la fantasía popular, donde surgen los mitos envueltos en plateadas brumas, entretejió Wagner sus titánicas creaciones, como Goethe había entretejido el Fausto.
Sirve la música popular de cada región, de aviso y estímulo constante de su individualidad; es una de las recias defensas del yo de los pueblos, resistente y fuerte contra la marea que descaracteriza y confunde las aproximaciones humanas. Unas notas que el aire se lleva amparan y escudan contra la disolución, amarran las almas en haces compactos, y al través de los mares las mantienen estrechamente juntas, como si todavía les diese común calor el seno materno de la tierra natal. ¿Quién podrá afirmar que esto es cierto con más motivo que nosotros, los de Galicia?
Nuestra raza se dispersa a los cuatro vientos por la emigración, y se reconoce y reintegra por el canto y la música y nuestra música, entre las populares, es acaso -yo lo afirmaría, pero temo que se me considere apasionada en cosa propia, es acaso, repito, la que lleva dentro mayor número de sentires y de quereres, de nostalgias y resignaciones, de efluvios de la naturaleza de un país y de intimidades amorosas del hijo de ese país con esa naturaleza. No niego, ni he dejado de percibir, la rústica gracia, la energía sensual y sentimental de otras músicas populares españolas, en las cuales domina el elemento africano o la austeridad castellana, tan visible, por ejemplo, en las nobles «tonadas de arar» salamanquinas; y sin embargo, la música popular gallega parece todavía más intensa e interior, de un lirismo triste y refinado, que se ha querido expresar en la palabra saudade. Es curioso contraste psicológico el que forma aquella idea que un tiempo se tuvo y no sé si se habrá desterrado completamente, del gallego como tipo de rudeza y brutalidad, condenado a los menesteres más toscos y apto para ellos únicamente, especie de bestia mansa, y la sensibilidad exquisita e inagotable de los cantos que nuestra gente labriega entona a la salida del sol, a su ocaso cuando la bruma de la tarde empieza a soltar sus finas invisibles lágrimas. Si el canto descubre el espíritu, el pueblo que canta esas elegíacas tonadas es de los más espirituales y ensoñadores.
Y téngase en cuenta que, podemos decirlo, la música gallega no ha sido recogida ni transcripta aún, que apenas conocemos de ella una mínima parte. Las cuatro provincias de la región, tan diversas en su unidad, lo son también en la música. Temas musicales gallegos han logrado cruzar los puertos; hasta Francia acaba de llevarlos en triunfo el joven maestro Baldomir; vuestro ilustre Montes, a quien rendiréis dentro de pocas horas justo homenaje; el llorado Veiga, alguno más cuyo nombre está en labios de todos, han revelado el partido que puede sacarse de la alegría y de la melancolía popular; pero otros motivos, recogidos por eruditos filarmónicos especialistas, y citaré las investigaciones de Perfecto Feijóo, el gaiteiro del Lérez, permanecen en la penumbra ignorados; y el día en que se conozca, verbigracia, la divina Cantiga del Ulla, será preciso proclamar que la sensibilidad peculiarísima que revela esta música nuestra la coloca al frente de las restantes de la Península española.
Que se nos permita acariciar un sueño: el de que, conocida ya totalmente nuestra música popular, salvados sus temas y paráfrasis de contingencias de olvido, divulgada y ungida por el óleo de la universal admiración, nazca un día el genial artista, culto, capaz de abarcarla y asimilársela y extraer su quintaesencia y recibir de ella el chispazo de emoción que se traduce en inspiración victoriosa, productora de la obra capital, sencilla y sublime a la vez. No debe contentarse con menos que este porvenir Galicia, ya que el elemento musical predomina en ella, ya que es musical su paisaje y musical su impresión de conjunto; la evolución del sentimiento popular al arte supremo es tan natural como la del bloque de mármol a la estatua. Y pues tenemos la primera materia, esperemos al artífice; esperémosle con fiebre de entusiasmo anticipado, aunque no llegue nunca. Esperar es una fuerza; obtener no es más que una suerte. El deseo engendra el porvenir. HE DICHO".

SER SÓCIO/A DA AWG

2023...SER SÓCIO/A DA ASOCIAZÓN WAGNERIANA DA GALIZA, UNHA AVENTURA SEN LÍMITES, ANIMA-TE E VERÁS... /  SER SOCIO/A DE LA ASOCIACIÓN WAGN...